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Domingo del Hijo Pródigo: Homilía de Monseñor Siluan de Buenos Aires y toda Argentina
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La alegría del regreso
“Me levantaré e iré a mi padre y le diré: he pecado contra el cielo y contra ti”
Homilía de Monseñor Siluan, Arzobispo de Buenos Aires y toda Argentina
La parábola del hijo pródigo representa en realidad la historia de cada uno de nosotros: nuestra aventura fuera de la casa paterna (por nuestra ingratitud e infidelidad en nuestra comunión con Dios) y nuestro regreso a ella, iniciando así el camino de nuestro arrepentimiento. En este sentido, la parábola nos indica las diversas etapas de la caída y del arrepentimiento del hijo pródigo, lo que nos ayudará al guiarnos en nuestro intento de regresar a la casa de nuestro Padre.
“Padre, dame la parte de hacienda que me corresponde”: este hijo pretende arbitrariamente que él tiene derecho de pedir la herencia a priori, y que su padre tiene la obligación de otorgársela. Su reclamo indica ya la distancia que tomó con respecto a su relación con su padre. ¿Acaso no es la actitud de la mayoría de los adolescentes hoy?
“Partió a una tierra lejana”: se alejó de la casa paterna para independizarse. No toleraba más la proximidad de su padre. Quizás consideraba, como muchos otros, que la autoridad paterna era muy tiránica.
“Comenzó a sentir necesidad”: el ejercicio arbitrario de su libertad lo condujo a disipar “toda su hacienda viviendo disolutamente”. El hijo mayor precisa que su hermano “ha consumido su fortuna con meretrices”. Fue así como perdió absolutamente todo y el hambre comenzó a hacerse sentir. Buscó trabajo y fue a apacentar puercos. Los puercos fueron considerados manchados, lo que deja insinuar que él vivía en el pecado.
“Volviendo en sí”: la pobreza y el hambre lo condujeron a tomar conciencia de su situación miserable. Ahora, se disipó la atracción que ejercían sobre él, la riqueza, los placeres y el libertinaje. Es la hora del auto-examen de conciencia. Meditando su miseria y su soledad actual, y comparándolas con la contención en la que vivía en la casa paterna, se acordó de los bienes anteriores y valoró lo que despreciaba al inicio. El amor del padre ejercía un poder magnético que atrajo el corazón del hijo pródigo. El recuerdo de la pureza anterior era más fuerte que la mancha actual. Por ello, este joven suspiró: “¡Cuántos jornaleros de mi padre tienen pan en abundancia, y yo aquí me muero de hambre!”.
“Levantándose, se vino a su padre”: el hijo pródigo tomó su decisión; ya sonó la hora de Dios. Se liberó de la atracción que ejercía sobre él lo que estaba fuera de la casa paterna. Se levantó de la servidumbre al pecado, eso es arrepentirse, y empezó el camino de regreso para confesarle su pecado a su padre. Sólo que el remordimiento y la conciencia no son suficientes; el arrepentimiento necesita la reconciliación: pedir perdón imprescindiblemente a quien se ha lastimado.
“Padre, he pecado contra el cielo y contra ti; ya no soy digno de ser llamado hijo tuyo”: confesó el pecado de haber dejado la casa paterna. No hay perdón sin confesión, sin admitir que él quiso el mal y, en consecuencia, pecó. Por haber lastimado al amor del padre, sintió que ha negado la dignidad filial. Ahora él no tiene ninguna pretensión; él pide ser cómo uno de los servidores.
“Pronto, traed la túnica más rica y vestídsela, poned un anillo en su mano y unas sandalias en sus pies, y traed un becerro bien cebado y matadle, y comamos y alegrémonos”: el amor del padre se concreta en una serie de acciones cuyo simbolismo nos indica con qué honor recibió a su hijo: por la vestidura restituyó su hijo a la dignidad primera: “Cuantos en Cristo habéis sido bautizados, os habéis revestido de Cristo” (Gal 3:27); por el anillo, le dio la facultad y la autoridad de manejo sobre todos sus bienes; por las sandalias afirmó que este hombre no es un siervo sino un hombre libre. El colmo de este amor se reveló en el banquete ofrecido en honor de su hijo, matando al becerro cebado. El regreso del hijo arrepentido culmina con una alegría indescriptible.
“Este es mi hijo que había muerto, ha vuelto a la vida; se había perdido, y ha sido hallado”: el padre muestra su júbilo por el regreso de su hijo y anuncia públicamente su restitución a la dignidad filial, con los honores y el poder correspondientes.
La lectura de esta parábola es notoriamente clara al darme a entender que yo soy el hijo pródigo. Esto implica que he de ver la mancha que tengo en mí, la realidad que soy pecador y que vivo con los puercos. ¿Por qué he abandonado la casa paterna, a mi Iglesia, como este hijo pródigo? ¿Cuántas veces lastimo el honor de Dios, mientras que tengo su gracia y llevo su nombre de cristiano?
Toda la parábola señala la misericordia de Dios hacia los arrepentidos, indica el camino de regreso a través del arrepentimiento, la confesión y la reconciliación, y asegura la restauración de la dignidad original y la participación del banquete de la cena del Señor, del Cordero de Dios quien lleva los pecados del mundo.
Ojala aprovechemos de la gran cuaresma que va a amanecer para cortar con el pecado definitivamente, vivir en nuestra Iglesia nuestro arrepentimiento y nuestra reconciliación con Dios y preservar así nuestra dignidad filial. La alegría, pues, unirá a todos los arrepentidos con su Padre. Amén.