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Domingo del Juicio Final: Homilía del Metropolita Pablo de Alepo (2)
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El ayuno y el amor
"En cuanto lo hicieron a uno de estos hermanos Míos, aun a los más pequeños, a Mí lo hicieron" (Mt 25:40)
En este tercer domingo del Triodion (Tiempo de preparación que precede la Gran Cuaresma), la Iglesia conmemora el Día del Juicio Final, es decir “la segunda y temible venida de nuestro Señor Jesucristo”. Lo celebramos no sólo por la memoria, sino también para que sea recordado.
Los textos de los oficios litúrgicos junto al pasaje del Evangelio (Mt 25:31-46) de este día, nos hacen recordar del Día del Juicio. Estos textos, así como lo escuchamos de la voz del Evangelio, nos muestran el criterio en base al cual tendrá lugar el Juicio Final. En la tradición iconográfica que representa la Segunda Venida de nuestro Señor Jesucristo, en el medio del ícono está puesta una balanza para pesar nuestros actos, sobre un altar donde se encuentra el libro del Santo Evangelio. Hoy, la Iglesia abre este libro en donde figura el pasaje del Evangelio: es el Símbolo del Juicio. Y todo cuanto hemos escuchado era claro, es decir que vamos a ser juzgado en la medida en la que hemos practicado la misericordia, o sea en la medida de nuestro “amor”.
El amor no es un concepto absoluto el cual no podemos ver, ni tocar. Nunca vamos a entender su carácter absoluto si no lo vemos traducido y encarnado en nuestras prácticas diarias. Esto está confirmado por la palabra del Señor: "En cuanto lo hicieron con...". Así que la palabra "amor" no tiene sentido absolutamente en forma abstracta. La Sagrada Escritura dice que seremos clasificados en ovejas y cabritos acorde a nuestros "actos de amor". El criterio pues es el "acto de amor" o la ausencia de tal acto.
Hay un error común, es el de reducir el amor al contexto de las emociones, o aún menos, a meras palabras y pretensión. ¡Cuán popular y barato es este amor! El “acto de amor” es ajeno de todas estas cosas. Puede ser que tengamos a veces resentimientos hacia algunas personas, - ¡somos seres humanos! -, sin embargo, nos comportamos con ellas en base a los “actos de amor”. Así, somos seres que aman. Y viceversa, podemos llevar dentro de nosotros los mejores sentimientos y emociones hacia terceros, sin embargo faltan nuestros “actos de amor” hacia ellos. Entonces, seremos seres que no aman.
El amor significa claramente que prefiero al otro sobre mí; mientras que el ser egoísta significa exactamente lo contrario, es decir, preferir a sí mismo sobre los demás. "Amo a los demás " no quiere decir que tengo sentimientos de amor hacia ellos, sino que, justamente, quiero y puedo preferirlos a ellos sobre mi amor propio, y que lo bueno propio de ellos precede lo bueno propio a mí. Este es el “acto de amor” en base al cual seremos clasificados.
Tanto los cabritos como las ovejas, en el texto bíblico, oyeron del Señor las mismas palabras, y sus circunstancias eran las mismas en cuanto a los asuntos de los pobres, prisioneros, sedientos, etc. Lo más extraño en eso es que tanto los cabritos como las ovejas llamaron a Dios con la misma palabra: "Señor". Sin embargo, la diferencia entre ellos era si “hicieron…” o “no hicieron…”, o sea si se comprometieron o ignoraron los asuntos del prójimo.
De hecho, como el amor que requiere el Evangelio es un “acto de amor”, entonces es imposible amar a Dios sino sólo a través del servicio de “Sus hermanos”. ¿Cómo, pues, ofrecer a Dios un “acto de amor”? Dios, en Su Señorío, no tiene necesidad de nada. Amar a Dios significa pues ofrecerle “actos de amor”, y esto no es posible sino sólo sirviendo a aquellos que Él ama, ha muerto y muere por ellos, es decir a “Sus hermanos”. Así que el apóstol dice: "Si alguien dice: ´ Yo amo a Dios ´, pero aborrece a su hermano, es un mentiroso" (1 Jn 4:20).
Pero ¿qué es lo que nos niega hacer los “actos de amor”? ¿Por qué no damos de comer a los hambrientos? ¿Acaso no es porque nos encanta la saciedad y porque consideramos que el excedente de alimentos es nuestro, y sólo nuestro? ¿Por qué no damos de beber al sediento? ¿Acaso no es porque preferimos gastar el agua en nuestro hogar en lugar de darlo? ¿Por qué no hospedamos a los que son sin hogar, o no damos de vestir a los desnudos? ¿Acaso no es porque nos preocupamos exageradamente nada más que por nosotros mismos y por nuestra vestimenta, y que hemos sido esclavos del mundo de la "moda", que el amor de aparecer nos posee, y que no tenemos más ni la menor disposición para estar atento a terceros?
¿Por qué no visitamos a los prisioneros? ¿Acaso no es porque nosotros, mientras pretendemos que amamos, consideramos que el tema no nos concierne? ¿No es porque nos bastan nuestras inquietudes y preocupaciones, y correr tras de nuestro interés propio, y todo esto no nos deja ni tiempo ni disposición para agregar una preocupación más a nuestras preocupaciones? ¿Por qué así? Muchas son las preguntas que plantea el Evangelio, y que se reflejan en nuestra realidad, en nuestra vida. Y siempre la respuesta es una: ¿somos para nosotros mismos o para los demás? ¿Existimos para hacer un “acto de amor” o para replegarse sobre nosotros mismos y satisfacer nuestro egoísmo?
Si hacemos una lectura de la “Centuria sobre el amor” de San Máximo el Confesor (Cien reflexiones sobre el amor), nos sorprendemos que él nos habla de la “apatheia” (o sea la condición del ser humano liberado de las pasiones). Sí, el amor perfecto es la condición de la “apatheia”. En otras palabras, las pasiones son la causa de la disminución del amor. Las pasiones, es decir amar a sí mismo en los placeres, la gloria, el interés… todas esas cosas nos detienen de hacer un “acto de amor”, y por lo tanto, nos hacen identificar como “cabritos” u “ovejas”.
Por estas razones, la llegada de la Gran Cuaresma parece ser como un movimiento de purificación y abstención, o sea dejar de ser egoísta. La Cuaresma se presenta como un movimiento de purificación adoptando la perspectiva del “hombre nuevo”, liberándose del “hombre viejo”, como movimiento cuya orientación es distinta, y esto es el arrepentimiento.
Así, nos damos cuenta de qué manera la Gran Cuaresma está asociada con “actos de misericordia”, que se expresan de distintas formas. El ayuno ha sido instituido para que aprendamos a amar. El ayuno es una herramienta que hace crecer en nosotros el tomar conciencia de los demás, compadecer con ellos, reconocer sus derechos y su existencia. La meta del ayuno es que el prójimo se vuelva existente en mis ojos, no ignorado, sino agradable. El ayuno es el retorno al verdadero paraíso. El ser humano egoísta ve su paraíso en el interés propio, mientras que el ayuno hace que el servicio del prójimo sea, para el que ama, su vida y su paraíso.
En el ayuno abandonamos los placeres, pues son engañosos; nos distanciamos del interés propio, pues dañan; aprendemos a hacer un “acto de amor”, nos liberamos del dominio de las pasiones. Así el ayuno nos conduce a hacer los actos de compasión y nos enseña el "acto de amor".
Y como dice el oficio de este domingo: "Oh Juez compasivo y justo, cuando Te sientas a condenar a la gente, hazme digno de escuchar la voz que clama: Vengan (benditos de mi Padre)". Amén.
fuente: www.acoantioquena.com